En el borde de la acera al frente de una de las panaderías estatales de Santa Clara se acomodan cerca de diez ancianos dispuestos a dormir allí, según publica Cubanet.
Son las dos de la madrugada y el frío que trae una neblina densa y grisácea apenas deja ver las caras ni los cuerpos de estos hombres que se acuestan en fila sobre el pavimento.
Mas, el sobresalto de la espera no les deja conciliar un sueño tranquilo.
El olor del pan recién sacado del horno deviene la alarma para ponerse en pie y ocupar su turno en la cola.
Uno de los panaderos anuncia que va a comenzar la venta de las tres, pide que no se aglomeren, que se le dará la cantidad acostumbrada a cada uno, y los va llamando por sus nombres.
Antonio Reyes se dedica a revender pan en las calles de Santa Clara desde hace más de nueve años.
Cuando lo vence el cansancio se amarra con una soga a su triciclo para que no se lo roben y se derrumba ahí mismo tapado con un trozo de sábana que trae de la casa.
El oficio de vendedor ambulante de panes cobró fuerza en Cuba a finales de los noventa y principios de la década sucesiva, a raíz de que la Cadena Cubana del Pan comenzara a elaborar unas teleras de corteza dura y crujiente que se comercializaban a cuatro pesos en estos establecimientos.
A pesar del precio, la producción de estas baguetes vino a paliar la carencia de las familias cubanas que antes debían conformarse solamente con la asignación normada por la libreta de abastecimiento.